El viaje y la exploración del ser, el caminar, andar e ir hacia el ser y para el ser, es poder estar. Y más que esto es poder bienestar. Ahí la yuxtaposición, ya advertida por Platón, del sentido del ser y el sentido del bien. No sólo buscamos estar, sino estar bien. Quizá, quitando la carga moral y retomando a Anselmo, ser-mejor.
Esto presupone una axiología como teoría de las fuerzas (valores) que nos mueven. En otras palabras: la investigación de la composición de las ganas que hacen que el movimiento sea dirigida y orientado. Una teoría del viaje, literal y filológicamente, una metodología como método (camino): una visión del ir.
La metáfora fundamental de la vida como viaje orienta la (trans)migración. Una búsqueda del sentido en tanto sentido de orientación (existencial). Esto acerca las nociones de sentido y destino en relación a la narración de un cuento como biografía (gramática de la vida).
Ahora bien, la decisión de erigir cualquier ontología lleva consiga que, sobre el brillo que destella, se abra una zona de penumbras. No hay luz que no de sombra. En ese sitio aparece el claroscuro del ser, su no-ser o lo-otro-que-ser.
Ir-bien a dónde no (sé-es). Esto no sustituye, pero complementa la pregunta por el sentido del ser en su horizonte temporal por la pregunta por el sentido del estar en su horizonte espacial: ¿De dónde (no) vengo? ¿Dónde (no) estoy? ¿Hacia dónde (no) voy?
¿Por que (me) voy y no más bien (me) quedo?
Salvo que esta pregunta encuentra su locus dentro de una metafísica sedentaria y no totalmente nómade. Metafísica que es determinada por las condiciones materiales que se propusieron luego del fuego, la domesticación y la agricultura.
Sin embargo, la cuota peregrina de nuestra existencia y el mundo como parroquia todavía nos invita a que cada quien haga su propio exilio como forma de recrear la experiencia de la hospitalidad.